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El Paraíso y las bibliotecas

fabian | 24 Agost, 2004 09:26

Hay lecturas que me emocionan. Es algo que me resulta inevitable aunque a veces molesto.

Así me ha ocurrido con El Paraíso y las bibliotecas, artículo que recoge un fragmento de la conferencia El libro en los tiempos de la globalización que el escritor argentino Tomás Eloy Martínez debió pronunciar ayer, lunes 23 de agosto, en la inauguración del Congreso Mundial sobre Bibliotecas e Información que se celebra esta semana en Buenos Aires, Argentina.

No me atrevo a añadir ningún comentario a estas palabras que nos hablan de los albores de la literatura, oral por supuesto, de la traslación de esas historias de autoría colectiva al papel y de cómo hoy día volvemos hacia el texto plagado de comentarios y de variaciones -multiescrituras-. Así, por tanto, me limito a "copiar y pegar" algunos fragmentos.

En su largo amanecer iletrado, la humanidad componía libros sin saberlo, voces, sucesiones de historias que se desplegaban en el espacio público: las plazas, los templos, las academias. No existía la noción de autor en el sentido en que la concebimos ahora: escribir, o crear era una tarea colectiva, una discusión, un diálogo como los que transcribió Platón. La Ilíada y la Odisea fueron la obra de muchos hombres o, si se quiere, de todos los Homero que trabajaron en ellas entre los siglos VIII y VI antes de la era actual. Cada copista de la Ilíada sumaba una línea o suprimía una escena, hasta que ese espacio móvil encontró su punto de fijeza, y lo mismo sucedió con los evangelios canónicos y con los apócrifos, con los textos de Confucio quemados por el primer emperador de la China y rehechos por la memoria de sus discípulos, y hasta con una novela célebre, la caudalosa y medieval Shui-hu-zhuan, o Al borde del agua, cuyos centenares de episodios podrían ser miles, cientos de miles, o uno solo.

En la antigüedad, aquellos que oían las palabras de un libro, o las copiaban, o las leían confiriendo forma oral a lo escrito (porque la lectura en silencio es, como se sabe, una ceremonia tardía), establecían una interacción entre el libro y su comunidad. Leer era algo que pertenecía a la esfera pública, y enriquecer con adiciones o comentarios lo que se iba leyendo, en vez de estar vedado, merecía la gratitud colectiva.

Muchos poemas, novelas de caballería y relatos populares son el fruto de generaciones que iban depositando en ellos sus sedimentos culturales y sus mudanzas de lenguaje, como sucedió con Amadís de Gaula, la Chanson de Roland, el Poema del Cid y la gesta anglosajona de Beowulf. Al mismo tiempo, algunas grandes creaciones individuales empezaron a imponer la noción de autor. Esa noción aparece en la Comedia de Dante, en los cuentos de Geoffrey Chaucer y en una mujer que los precede a todos, lady Shikibu Murasaki, quien entre los años 1001 y 1003 recreó y embelleció la lengua japonesa como su Genji monogatari, la primera y una de las más esplendorosas novelas de que se tenga memoria.

La invención de la imprenta dio un vuelco decisivo a la relación entre autor y lector al instalar el libro en la esfera privada. Lo introdujo en la intimidad del ser humano, lo convirtió en acompañante de los solitarios, en confidente de ilusiones y secretos, en transmisor de mensajes cifrados, y permitió que cada frase fuera leída según el ánimo que cada quien tenía en un momento determinado de la vida. El sentido de esa frase, a la vez, podía ir desplazándose en la imaginación del mismo individuo a medida que pasaba el tiempo, tal como lo definió Jorge Luis Borges con precisión en su cuento "Pierre Menard, autor del Quijote".

El libro como diálogo con los muertos es una idea que resonará cinco siglos después, cuando Michel de Certeau defina la historia como la puesta en escena de una población de difuntos, y cuando Jean-Paul Sartre señale que toda obra sólo adquiere realidad y sentido en el momento en que es percibida por otro, apropiada por otro. La intimidad del lector con el libro engendró miles de Don Quijote, miles de jóvenes Werther, todos igualmente desesperados, pero todos con una desesperación diferente; legiones de Madame Bovary, de David Copperfield, de Leopold Bloom, de Humbert Humbert y Lolitas. La intimidad creada por la palabra impresa abarca todos los espectros del conocimiento humano: el cine, la historia, la ciencia, la filosofía, aquello que primero es imaginación y luego signo. Tarde o temprano, todo signo encuentra su más noble forma de diseminación en la biblioteca, en forma de manuscrito, de fotografía, de grabados de época, de ensayo para especialistas, de periódico, revista, libro y de información virtual.

El reino de lo virtual nos ha devuelto, en cierto modo, a la forma comunitaria de leer, de comunicarnos y de interactuar a través de los signos. Así, la especie humana ha ido derivando del ágora original, de la creación por capas superpuestas de lenguaje, a la intimidad entre autor y texto, y desde allí ha vuelto a una forma diferente de ágora, en la que el lector, solo frente a su teclado, entreteje su experiencia con los infinitos textos que se le cruzan en la red. Los libros o informaciones que circulan en ese espacio virtual pueden ser hallados y tomados por quien los desee -y de hecho, así sucede con frecuencia-, modificados por comentarios o reescrituras que van naciendo mientras se lee.

En cualquiera de sus formas, ya sea en las tablillas cuneiformes de Gilgamesh, en los devocionarios copiados a mano por los monjes de los monasterios medievales o en la primera Biblia de Gutenberg, en los folletines de Dickens, en los tres CD rom que compendian los treinta volúmenes de la Encyclopædia Britannica o en los archivos que la gente se intercambia por Internet, el libro ha sido siempre no sólo una celebración del conocimiento sino, ante todo, una celebración de la vida. ¿Y qué significa celebrar la vida en estos tiempos de integración de los mercados, de las finanzas y de la tecnología? Significa celebrar los valores que definen lo mejor del espíritu humano: el lenguaje, la imaginación, la libertad, el afán de justicia, la búsqueda de igualdad. Todos, hoy y aquí, seguimos imaginando el Paraíso bajo la especie de una biblioteca.

 
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