fabian | 07 Febrer, 2006 18:30
Luís, antiguo compañero de estudios, vino una tarde a la casa de mis padres en la ciudad antigua. Nos explicó que estaba haciendo una tesis sobre las plantas que crecen en los tejados y que le interesaría poder pasar a los tejados colindantes con la casa. Desde esa tarde han pasado más de treinta años. La vida se aferra con enorme fuerza a la existencia y basta un poco de tierra en una hendidura entre dos baldosas o entre dos bloques de una pared o entre dos tejas para que la vida vegetal germine y crezca ... Supongo que entre las especies se produce una larga, gigantesca y callada guerra por ocupar los espacios. No la vemos ni nos damos cuenta de ella por falta de atención y porque nuestro tiempo - en segundos y años - no coincide con los siglos y milenios con que esos combates se manifiestan.
Alguien me dijo que el árbol que poblaba la isla era la encina. De alguna manera llegó el pino y, más feraz, ha ido desplazando al árbol originario y hoy ya sólo aparece en algunas montañas y mezclado junto con el invasor. Pero este combate por la ocupación terrenal se produce en todo momento y por todo tipo de plantas. Los espacios que en primavera ocuparán las amapolas son ocupadas en estos momentos por plantas silvestres invernales, cuyos restos secos servirán de humus para los posteriores ocupantes.
Invierno húmedo en los tejados
Miraba por la ventana los plátanos de sombra de la calle y sus blanquecinos troncos y ramas, así como algún tejado de algunas casas bajas vecinas. Tarde inane (¿por qué no me he atrevido a utilizar este adjetivo - del latín inanis: vano, fútil, inútil - más claro que el ampuloso "vacío"?). Desde una butaca, ordenador encendido, estufa cercana, es fácil imaginar sin detalles ideas o sentimientos opuestos: luchar por una idea, dar la vida por un ideal. Quizás envidie a quienes tienen convicciones acendradas y viven respetándolas. Quizás sienta un vacío difícil y esté necesitado de alguna convicción en la que, cual gran roca, pueda apoyar mi pie y construir en ella una morada.
Recuerdo un libro, aunque no su historia. Un poderoso romano - quizás un emperador - es desterrado a una isla al final de sus días. Ya no le sirven las pasiones mundanas: no aspira ya ni al poder, ni al dinero ... tal vez sí a la venganza. Pero, ya mayor, descubre nuevos sentimientos, nuevas convicciones en las que su afán de venganza queda ahogada. El libro se titulaba "Y Dios ha nacido en el exilio" y lo escribió un rumano llamado Vintilia Horia. Lo leí unas tardes veranigas sentado en una roca junto al mar en la costa norte de la isla ... posiblemente antes de que Luis viniera a ver las plantas de los tejados vecinos.
Tarde inane, vacía, sin convicciones, sin ideales por los que luchar y morir. Suena la "Danza del fuego". Me habla de alguna historia fuerte, rápida, que arde y crepita con la fuerza de la vida y la muerte ofrecida valientemente en un acto de dadivosidad. Gente no atada a las cosas ni a las comodidades, sino a los ideales por los que se muere y se mata ... Y junto a mí, la estufa encendida, el sillón, el ordenador y un gran vacío, una enorme oquedad que, de algún modo, me anula, me bloquea, me resta vida, me convierte en planta.
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Luchar, matar y morir por ideales
Angel Puigdelliure | 08/02/2006, 16:22